En el Museo del Carmen, de la manera más inopinada, abres una puerta y te encuentras con la mirada seria, concentrada, de don Santiago Ramón y Cajal. Es el retrato que le hizo Sorolla en 1906, el que se conserva en el Museo de Zaragoza, el que hemos visto una y otra vez en los libros escolares y no sé si también en los sellos de Correos.
La sala es pequeña, el óleo es el único. El resto de la exposición muestra la intensa relación de Sorolla con los más eminentes médicos españoles y la inquietud del maestro por la enfermedad de su hija. El investigador retratado mira de frente pero no parece fijar su atención en nada concreto. El retrato, además de impresionar por la sublime forma en que los pinceles han superpuesto las tonalidades sonrosadas y azules para componer manos y mejillas, labios y despejada frente del científico, asusta al espectador. Porque le exige que averigüe en qué está pensando el retratado. ¿El egoísmo, los desengaños, la precariedad de la ciencia española, la mezquindad de un modelo de convivencia que este pueblo se empeña en repetir sin fin?